septiembre 08, 2012

ZORRILLA DE SAN MARTIN - TABARE- CANTO SEXTO IX

        IX

Por allá, entre los árboles,
apareció un momento
Tabaré, conduciendo a la española,
y en la espesura se internó de nuevo.

De Blanca se escuchaban
los débiles lamentos;
aun vierte, sobre el hombro del charrúa,
el llanto aquel que reventó en su pecho.

El indio va callado,
sigue, sigue corriendo,
siempre empujado por la fuerza aquella
que sacudió sus ateridos miembros.

Va insensible, agobiado,
y en dirección al pueblo;
siempre dejando, de su sangre fría,
las gotas que aun le quedan, en suelo.

Grito de rabia y júbilo
lanzó Gonzalo al verlo,
y, como empuja el arco a la saeta,
de su ciega pasión lo empujó el vértigo.

Los ruidos de su arnés y de sus armas,
al chocar con los árboles, se oyeron
internarse saltando entre las breñas,
y despertando los dormidos ecos.

Han seguido al hidalgo
el monje y los soldados. Allá adentro
se va apagando el ruido de sus pasos;
el aire está y los árboles suspensos

Un grito sofocado
resuena a poco tiempo;
tras él, clamores de dolor y angustia
turban del bosque el funeral silencio ...

X

¡Cayó la flor al río!
Los temblorosos círculos concéntricos
balancearon los verdes camalotes,
y, entre los brazos del juncal, murieron.

Las grietas del sepulcro
engendraron un lirio amarillento.
Tuvo el perfume de la flor caída,
su misma extrema palidez... ¡Han muerto!

Así el himno cantaban
los desmayados ecos;
así lloraba el urutí en las ceibas,
y se quejaba en el sauzal el viento.

XI

Cuando al fondo del soto
el anciano llegó con los guerreros,
Tabaré, con el pecho atravesado,
yacía inmóvil, en su sangre envuelto.

La espada del hidalgo
goteaba sangre que regaba el suelo;
Blanca lanzaba clamorosos gritos...
Tabaré no se oía ... Del aliento

de su vida quedaba
un estertor apenas, que sus miembros
extendidos en tierra recorría,
y que en breve cesó... Pálido, trémulo,

inmóvil, don Gonzalo,
que aun oprimía el sanguinoso acero,
miraba a Blanca, que, poblando el aire
de gritos de dolor, contra su seno

estrechaba al charrúa,
que dulce la miró, pero de nuevo
tristemente cerró, para no abrirlos,
los apagados ojos en silencio.

El indio oyó su nombre
al derrumbarse en el instante eterno.
Blanca, desde la tierra, lo llamaba;
lo llamaba, por fin, pero de lejos ...

Ya Tabaré, a los hombres,
ese postrer ensueño
no contará jamás... Está callado,
callado para siempre, como el tiempo,
como su raza,
como el desierto,
como tumba que el muerto ha abandonado:
¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo!



XII

Ahogada por las sombras,
la tarde va a morir. Vagos lamentos
vienen, de los lejanos horizontes,
a estrecharse en el aire entre los ceibos.

Espíritus errantes e invisibles,
desde los cuatro vientos,
desde el mar y las sierras, han venido
con la suprema queja del desierto:

con la voz de los llanos y corrientes,
de los bosques inmensos,
de las dulces colinas uruguayas,
en que una raza dispersó sus huesos;

voz de un mundo vacío que resuena;
raro acorde, compuesto
de lejanos cantares o tumultos,
de alaridos, y lágrimas, y ruegos.

El sol entre los árboles
ha dejado su adiós más lastimero,
triste como la última mirada
de una virgen que fuere sonriendo.

Cuelgan, entre los árboles del bosque,
largos crespones negros;
cuelgan, entre los árboles, las sombras,
que, como ayes informes, van cayendo.

Cuelgan, entre los árboles del bosque,
tules amarillentos;
cuelgan, entre los árboles, los últimos
lampos de luz, como sudarios trémulos.

La luz y las tinieblas, en los aires,
batallan un momento;
extraña y negra forma cobra el bosque...
La noche sin aurora está en su seno.

Y, cual se oyen gotear, tras de la lluvia,
después que cesa el viento,
las empapadas ramas de los árboles,
o los mojados techos,

brotan del bosque, en que el callado grupo
está en la densa obscuridad envuelto,
ya un metálico golpe en la armadura
capitán o de un arcabucero;

ya un sollozo de Blanca, aun abrazada
de Tabaré con el inmóvil cuerpo, 
o una palabra, trémula y solemne,
de la oración del monje por los muertos.

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