febrero 22, 2013

ROMILDO RISSO- ASI LO RECUERDA YUPANQUI

"Romildo Risso, uruguayo. ... Lector de todos los libros. Meditador en todo rumbo que ayude a la claridad del alma. ... Viajero por el largo litoral de anchos ríos callados que nacían allá lejos, donde las aguas brincan furiosas y eternas, en una selva que siempre misteriosa y apasionante, el Mato Grosso. Luego se serenaban, en los cauces profundos, entre barrancos bermejos, y entonces ya tenían su propio nombre: Río Paraná o Río Uruguay. Los hombres de allá arriba, donde se espesa el monte, los denominaban ya, en su dulce lengua, Paraná Miní, o Paraná Guazú. Para nosotros, abajeños, fueron siempre como lo son ahora, el Paraná o el Uruguay. EL río-mar. O el río “color de león”, como lo nombró alguna vez Lugones.
Romildo Risso escribió poemas, coplas, sentencias, toda su vida.
Y durante muchísimos años los ocultó celosamente. Sus relaciones, sus amigos, ignoraban su trabajo en la poesía. Claro, no podían ni adivinarlo. Escribía y guardaba. Alguna vez aparecía en alguna revista uruaguaya o argentina un breve poema gauchesco firmado por Mateo Paracepa. Era Romildo, aquel mateador a toda hora que usaba un mate oriental, boca ancha y bombilla clavada. Brebaje amargo como el desencanto. ¿Alcohol? Ni hablar.

“La juerza está en el alma, no en las botellas”.
Hace muchísimos años nos conocíamos en casa de los Guido, en la ciudad de Rosario. Estaban Pepe y Alfredo Guido, el pintor Ripamonti, el tucumano Eduardo Trejo, el inolvidable Guido Castagnino y Rudecindo Hernández.
Allí se “destapó” el misterio poético de Romildo Risso. Había reunido sus versos bajo el nombre de “Ñandubay”; juntaba ya el otro material para “Aromo”. Tenía a mano los anticipos para “Hombres”, para “Joven amigo”, coleccionaba asuntos para un posible libro que luego llamó "Con las riendas sueltas".
Esa noche nos leyó, sin levantar la voz, algunos poemas. Un gran pudor de hombre custodiaba su temperamento. Opinaba sobre la llamada literatura gauchesca. Decía, por ejemplo: “Claro, hay gente que piensa para escribir  "en gaucho", basta con hablar en guarango…”
Cuando se cantaba sobre un amor desdichado, sobre una ingratitud amorosa, comentaba con su vecino más próximo: “Eso no ha de ser verdad, porque la pena es un secreto gaucho”. Y soltaba de golpe su sentencia: “El que se dice ‘paisano’ y nombra el nombre de una mujer, es porque no ha estado nunca preparado para merecerla”.
Nos hicimos amigos inseparables con don Romildo, a quien jamás le pude ganar una partida de ajedrez. El poeta movía una pieza, me creaba un problema con ese juego. Y mientras yo calculaba posibilidades y soluciones que raramente alcanzaban, Romildo “ensillaba” su amargo, medio tibio ya. Y en un instante hurgaba su bolsillo y extraía un poema que me alcanzaba. “Cuando tenga tiempo, dele un vistazo”.
Muchos poemas me dio don Romildo. A casi todos yo los cantaba usando el modo de la milonga de la provincia de Buenos Aires.
Cierta vez, sus amigos resolvieron publicar sus libros y se constituyo una entidad llamada Agrupación Rioplatense de Literatura Tradicionalista. Don Romildo jamás quiso aceptar un centavo en su beneficio. Mucha gente colaboró con aportes económicos, de acuerdo al sueldo de cada uno, sin sacrificio. Se calculó el precio del libro, según el informe de la imprenta, y si al final cada volumen salía valiendo cinco pesos, Risso dispuso que se entregara al donante tantos libros como correspondían hasta cubrir el aporte.
Para él, nada. Era su voluntad, su decisión. Y así se respetó.
Por ahí andaba, después, sus libros, de mano en mano, prestados, regalados.
Don Romildo estaba “operado” de vanidad. No soportaba el aplauso y se indignaba cuando en las tertulias folklóricas alguien pretendía nombrarlo.
En la Avenida de Mayo, en el subsuelo de un gran hotel, había una “peña criolla”, Solíamos ir con Romildo a escuchar a los cantores. Había siempre un presentador. Cierta njoche, ese mozo tuvo la desdichada idea de pretender destacar su presencia. Comenzó diciendo: “Señores, señoras, se encuentra en la sala un gran poeta criollo, uruguayo…”, y siguió manejando palabras con esa facilidad de los profesionales de la palabra. Yo me quedé solo antes de medio minuto porque Romildo, con su gabardina bajo el brazo, montó las escaleras, puerta afuera, subiendo los escalones de dos en dos. Desapareció. Cuando el lenguaraz lo nombró y amagó con señalarlo, la silla estaba sin nadie.
Como lo conocía bastante, lo comprendí de inmediato. Momentos más tarde, me salí a la calle y lo busqué en un pequeño bar, doscientos metros más allá de la peña. Estaba tomando una taza de té y armando un cigarrillo con gravedad de rito. Me le acerqué y ninguno de los dos comentó nada de lo pasado. Después caminamos por la ancha avenida, Luego nos saludamos y cada cual buscó su vereda. Romildo vivía en Banfield. Yo, en el barrio de Flores.
Romildo era tempranero. A las ocho y media de la mañana ya estaba golpeando la ventana de mi cuarto. Y ya el tablero de ajedrez y el mate. Y siempre un poema queriendo salirse de su bolsillo. Alguna vez yo le cantaba sus asuntos, buscando su opinión, Breve era su juicio. Sin despegar los labios, algo que parecía “hum” abría una pequeña brecha en su silencio. Parecía como si se hubiera atragantado con un palito de la yerba mate. Yo entendía ese lenguaje. Y seguía cantando, confidencialmente, un aire de milonga.
Años después volvió a Montevideo. Cuando supe que un día lo tapó el gran silencio, no lo puede llorar. A Romildo no le hubiera gustado eso. Lo pensé. Evoqué horas, tiempos, andanzas, coplas. Lo sigo haciendo todavía. Usted lo sabe bien, Romildo."

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