abril 25, 2010

PROLOGO DE ELIAS REGULES A "VERSOS CRIOLLOS"

“En las proximidades de aquel arroyo corrieron mis primeras impresiones. Naturaleza con vigores primitivos, marco agreste, verdad de la vida palpitando en la sensación y horizonte de rosa con aleteos de ventura dominaron el cerebro virgen, para consolidar un trono inconmovible, donde reina una huella indeleble y descollante.
Siguió su viaje el tiempo. Trasladado a la capital de la República, regresaba en las vacaciones al paraje de cuna, siempre invariable, siempre galano, siempre atrayente, hasta un especial día que resolvió mi permanencia en sitio lejano y ambiente distinto.
Pasaron diez años. Médico y cabeza de casa, vuelvo a la localidad por pocos días. Anhelo visitar el sitio donde estuvo mi rancho y un paisano amigo me hace saber que nada ha quedado, que sólo hay cardos.
No importa, le contesto. Deseo ir, quiero ver la tierra y el pasto. Me acompaña y cruzando el Paso de la Yeguada pisamos el terreno solitario, que en otras horas tuvo población y movimiento.
Bajé del caballo. Recorrí varias veces lo que había sido escenario de mis días infantiles; y no obstante la mudez del momento, se atropellaron en mi fuero íntimo las fosforescencias de un pasado plácido, que tomó color y aumentó en fragancia con las evocaciones del instante.
La estancia, la población, sus contornos, el campo, los hombres varoniles, las haciendas, las marcas, las señales, la doma, la hierra, la esquila, la madrugada con toque de trabajo y de alegría, la marcha del sol apuntando faenas, la tarde, perdedora de luces, con el recogimiento, acomodo, fogón y referencias que quedan clausuradas, por orden del descanso hasta un nuevo concierto con cantos de gallo.
La pulpería, la reja, la ramada, la concurrencia, las carreras, las riñas, los naipes, la policía, los incidentes, los casamientos, los bautismos, las prendas de lujo y el chisporroteo de una mentalidad, sin cultivo pero grande, evidenciando la alta potencia de la sangre que dejaron los castellanos sobre el suelo de América.
Mis padres, sus caricias, sus cuidados, mis amigos niños, mi nodriza, mis juegos, mis travesuras y mis amigos hombres que se recreaban en enseñarme y en pedirme versos regionales, bajando de su edad para entretenerse unos minutos con las relaciones del Regulito.
El aroma del recuerdo iba adquiriendo tonalidad triste. No lo quería amargo y resolví marcharme. Invité al compañero y salimos.
Silenciosos, descendimos por una ladera, cuando el paisano rompió el mutismo con esta manifestación:
“La verdá, dotor, es que cuando uno ha vivido algunos años en una parte, y se va, y dispués de mucho tiempo pega la güelta, y no hay nada, y se pone a pensar en lo que allí vido y le agradó, a uno se le hace como un ñudo en la garganta”.

Volví a Montevideo y volqué toda el alma en los renglones de ‘Mi tapera’”.

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