julio 22, 2013

Lo que dice una guitarra. Atahualpa Yupanqui

Entre el callao sabedor
Y el que no sabe y conversa
No se precisa mucho
Pa’ ver la gran diferencia.

Cuando suena una guitarra
... Diciendo cosas del campo
Su música pa’ los criollos
Tiene un acento sagrado.

Yo canto cosas pasadas
En mi vida y en mi tierra
A nadie pido silencio
Sino al que sabe de pena.

Lo que dice una guitarra
No lo compriende cualquiera.

Las botas de Secundino. Hector Umpierrez

Que cosa tiene el destino
... ayer, pendiendo de un gancho
bajo el techo de un rancho
de un viejo Gaucho Argentino
las botas de Secundino
me hiciera e un crudo enteco
con que lujo cerró el hueco
del pié con botón de ombligo
me las guardaba un amigo
en San Antonio de Areco.

Me dijo el viejo al sacar
las botas criollas del gancho
que bajo el techo e´su rancho
me las supo guardar
no me las quizo mandar
por miedo que se perdieran
me pidio que se las pusiera
en sus manos Secundino
aura tienen su destino
despues de una larga espera.

Cuando las puso en mi mano
senti como un no se que
un rezo corto ensallé
por el alma del paisano
pense que desde el arcano
me miraba Secundino
pero al volver al camino
pa´mi pago de regreso
le deje en sus manos un beso
al viejo Gaucho Argentino

Que guardo con tanto esmero
pa´mi, el regalo de un muerto
madurao en el abierto
territorio CHUBUSERO
desde que tengo aparcero
ese obsequio campesino
ahi ando por los caminos
con las patas engarradas
con unas botas sobadas
por el viejo Secundino !!!!!!!

julio 07, 2013

INSOMNIO- JOSE ALONSO Y TRELLES

ES DE NOCHE, PASA
REZONGANDO EL VIENTO
QUE DUEBLA LOS SAUCES
CUASI CONTRA EL SUELO.
Y EN EL FONDO ESCURO
DE MI RANCHO VIEJO
TIRAO SOBRE EL CATRE
DE LECHOS DE TIENTO,
AGUAITO LA HORAS
QUE HAN DE  TRAIRME EL SUEÑO.
Y LAS HORAS PASAN
Y NI YO ME DUERMO,
NI DUERME EN LA COSTA
DEL BAÑAO EL TERO
QUE OCASIONES GRITA
 NO SE QUE LAMENTOS
QUE EL CHAJÁ REPITE
DENDE AYÁ MUY LEJOS
..........................
¡PUCHA QUE SON LARGAS
 LAS NOCHES DE INVIERNO!
A TRAVÉS DEL TURBIO
CRISTAL DEL RECUERDO
VAN MIS AÑOS MOZOS
PASANDO MUY LENTOS.
Y DISPUÉS, QUE GOZO
SI A VIVIRLOS GUELVO,
PENSANDO EN LOS DE AHURA
NO SÉ LO QUE SIENTO....
NOVIYOS SIN GUAMPAS,
YEGUAS SIN CENCERROS,
POTROS QUE SE DOMAN
 A FUERZA E CABRESTO
BRETES QUE MATARON
LOS LUJOS CAMPEROS
GAUCHOS QUE NO SABEN
DE VINHA Y CULERO.
PATRONES QUE EN AUTO
VAN A LOS RODEOS....
...........................
¡PUCHA QUE SON LARGAS
 LAS NOCHES DE INVIERNO!
LA PUERTA DEL RANCHO
TIEMBLA PORQUE EL PERRO
TIRITA CONTRA ELLA
DE FRÍO Y DE MIEDO...
TUITO ES HIELO AJUERA,
TUITO ES FRÍO ADENTRO,
Y LAS HORAS PASAN
Y YO NO ME DUERMO;
Y PA PIOR EN LO HONDO
DE MI PENSAMIENTO
BRIYAN ENCENDIDOS
DOS OJOS MATREROS
QUE PERSIGO AL ÑUDO
PÁ QUEDARME EN ELLOS...
SON LOS OJOS BRUJOS
QUE OLVIDAR NO PUEDO,
PORQUE YA PA` SIEMPRE
ME HAN ROBAO EL SUEÑO.
..............................
¡PUCHA QUE SON LARGAS
LAS NOCHES DE INVIERNO!!

julio 03, 2013

MANOS ASPERAS- EMILIO CARLOS TACCONI

Tengo las manos ásperas,
pero hay pan en la mesa,
tengo las manos ásperas,
pero hay luz en la casa.

Tengo las manos ásperas,
me honra su aspereza ,
porque así fueron todas,
las gentes de mi raza.

No me avergonzó nunca
mi heredada pobreza,
ni me achico tampoco
la humildad de mi traza.

Tengo las manos ásperas,
pero hay vino en la mesa,
tengo las manos ásperas,
pero hay paz en la casa.

Mientras en ricos guantes,
tu, las tuyas enfundas,
yo, por llenarme, todo
de asperezas fecundas,
quisiera veinte manos,
en lugar de estas dos.


Pues, si pulir un rumbo
me dejó tales huellas,
después de haber pulido,
la luz de las estrellas,
¡que ásperas las manos,
le habrán quedado a Dios!

junio 29, 2013

Horacio Quiroga- El hijo

El hijo

       
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí. Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne... -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
-¡Chiquito...! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
-Chiquito... -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
-Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...? -murmura aún el primero.
-Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
-Piapiá... -murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.-

Horacio Quiroga- Decalogo del perfecto cuentista

1. Cree en el maestro (Poe, Maupassant, Kipling, Chejov) como en Dios mismo.

2. Cree que tu arte es una cima inaccesible. No sueñes con dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

3. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que cualquier otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

4. Ten fe ciega, no en tu capacidad para el triunfo sino en el ardor con el que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

5. No empieces a escribir sin saber desde la primera línea adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi siempre la misma importancia que las tres últimas.

6. Si quieres expresar con inquietud esta circunstancia "Desde el río soplaba un viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las expresadas para expresarla. Una vez dueño de las palabras, no te preocupes de observar si son consonantes o asonantes.

7. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

8. Toma a los personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

9. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala. Si eres capaz de revivirla tal cual fue, has llegado a la mitad del camino.

10. No pienses en los amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en un cuento.

abril 03, 2013

EL OMBU- LUIS L.DOMINGUEZ (ARG. 1810-1898)

Cada comarca en la tierra
Tiene un rasgo prominente:
El Brasil, su sol ardiente;
Minas de plata el Perú,
Montevideo, su cerro;
Buenos Aires, patria hermosa,
Tiene su pampa grandiosa;
La pampa tiene el ombú...

¡El ombú!-Ninguno sabe
En qué tiempo, ni qué mano
En el centro de aquel llano
Su semilla derramó.
Mas su tronco tan nudoso,
Su corteza tan roída,
Bien indican que su vida
Cien inviernos resistió.

Al mirar cómo derrama
Su raíz sobre la tierra,
Y sus dientes allí encierra
Y se afirma con afán,
Parece que alguien le dijo,
Cuando se alzaba altanero:
Ten cuidado del pampero,
Que es tremendo su huracán.

Puesto en medio del desierto
El ombú, como un amigo
Presta a todos el abrigo
De sus ramas con amor.
Hace techo de sus hojas.
Que no filtra el aguacero,
Y a su sombra el sol de enero
Templa el rayo abrasador.

Cual museo de la pampa
Muchas razas él cobija;
La rastrera lagartija
Hace cuevas a su pie,
Todo pájaro hace nido
Del gigante en la cabeza,
Y un enjambre en su corteza
De insectos varios se ve.

Y al teñir la aurora el cielo
De rubí, topacio y oro,
De allí sube a Dios el coro
Que le entona al despertar
Esa pampa, misteriosa
Todavía para el hombre,
Que a una raza da su nombre
Que nadie pudo domar.

Desde esa tumba salvaje,
Que en la llanura se oculta.
Hasta la porción más culta
De la humana sociedad,
Como un linde está la pampa
Sus dominios dividiendo,
Que va el bárbaro cediendo
Palmo a palmo a la ciudad.

Y el rasgo más prominente
De esa tierra donde mora
El salvaje que no adora
Otro dios que el Valichú,
Que en chamal y poncho envuelto
Con los laques en la mano
Va sembrando por el llano
Mudo horror, es el ombú.

¡Cuánta escena vio en silencio!
¡Cuántas voces ha escuchado,
Que en sus hojas ha guardado
Con eterna lealtad!
El estrépito de guerra
A su pie se ha combatido;
Su quietud ha interrumpido
Por amor y libertad.

En su tronco se leen cifras
Grabadas con el cuchillo,
Quizá por algún caudillo,
Que a los indios venció allí;
Por uno de esos valientes,
Dignos de fama y de gloria,
Y que no dejan memoria
Porque nacieron aquí...

A su sombra melancólica
En una noche serena
Amorosa cantilena
Tal vez un gaucho cantó;
Y tan tierna su guitarra
Acompañó sus congojas,
Que el ombú de entre sus hojas
Tomó rocío y lloró.

Sobre su tronco sentado,
El señor de aquella tierra
De su ganado la hierra
Presencia alegre tal vez;
O tomando el matecito
Bajo sus ramos frondosos.
Pone paz a dos esposos,
O en las carreras es juez.

A su pie trazan sus planes
Haciendo círculo al fuego
Los que van a salir luego
A correr el avestruz...
Y quizá para recuerdo
De que allí murió un cristiano
Levantó piadosa mano
Bajo su copa una cruz.

Y si en pos de larga ausencia
Vuelve el gaucho a su partido,
Echa penas al olvido
Cuando alcanza a divisar
El ombú solemne, aislado,
De gallarda, hermosa planta,
Que a las nubes se levanta
Como faro de aquel mar.