Quiroga tenía un moro,
animal de linda estampa,
fortachón, de pecho
abierto
y de sangre vivaracha.
Era de buenos ollares
y altazo de
riñonada.
De justa luz bajo el cuerpo
y de vista como brasa.
Siete
cuartas generosas
levantaría de alzada.
(Pongamos tres dedos
más,
proporción de buena casta).
Coscojero y braceador
y de ley
acreditada,
a cien leguas de La Rioja
no admitía comparancia.
Puro
músculo la cruz
y medio fino de cañas,
de tan blandito de boca
la
intención adivinaba.
Tenía los morros negros
como de noche
cerrada.
Las ranillas y los vasos,
ya de negros relumbraban.
La
cara era pura sombra,
y una negrura tamaña
como hasta el segundo
nudo
de los remos le alcanzaba.
¡Y qué decir de la cola,
si ni el
cuervo tendrá el ala
con ese fulgor retinto
de moro de tanta
estampa!
En un manto gris parejo
el pelaje le brillaba,
más al filo
del verano,
cuando iba entrando en mudanza.
De puro voraceador,
el
general lo aperaba
un poco al uso llanista
y otro al que se le
antojaba.
Un par de estribos chilenos
iba luciendo con ganas.
Eran
de los de baúl,
con labraduras bizarras.
Más fiestero que un
domingo,
empezando por las matras,
un recado de mi flor
calidad le
acreditaba.
El sobrepuesto, del lujo
ya era cosa temeraria.
Le
reventaban claveles
en las esquinas bordadas.
Flete con un
Potosí
en riendas y cabezadas,
se mostraba regalón
de ir refucilando
plata,
pues era plata el fiador,
con más antojos que dama,
y plata
los pasadores
y las virolas de plata.
Quiroga llevó la muerte
en la
punta de su lanza.
Tanto cantaba una flor
como lucía una
daga.
Cóndores y bolivianos
a una sota le apostaba
como se largaba
al monte,
metiendo miedo a las ánimas.
Fue varón de tres
pasiones:
puñal, amor y baraja.
Como otras tantas culebras,
le
devoraban el alma.
Por ser de quien era, el flete
se merecía por
marca
una "M" como de muerte
con una flor enlazada.
Era pingo de
respeto,
de condición ponderada.
Onzas y soles orondos
se confiaban a
sus patas.
Amagándole la espuela,
ya se moría de ganas
y en un
galope limpito,
las leguas se trajinaba.
Apenas desensillado
-puro
relincho y pujanza en
unas carreras locas,
las crines le
tremolaban.
Hacía sonar las coscojas
con una inquietud tamaña.
A
cruzados y trabados
les corría con ventaja.
Animalito aparente,
era
de virtudes raras
y medio facultativo
en cuestión de
adivinanzas.
Unos lo tenían por brujo
y otros por pingo de
cábala,
desde que en toda ocasión
Quiroga lo consultaba.
No hubo
caso ni suceso
que el moro no adivinara:
lo mismo anunciaba
triunfos
que otra suerte de las armas.
Nadie lo enfrenó después
del
revés de La Tablada,
y ni al mismo general
dejó que se le
sentara.
(Quiroga no lo montó
en esa ocasión contraria,
y el moro
era de opinión
de no presentar batalla).
De halago, se lo prestó
a
ese otro varón de entraña,
López -don Estanislao que
Santa Fe
gobernaba.
Tanto se le aficionó
que dio en ponerle su
marca,
haciéndolo de su silla
para ocasiones de gala.
Vaya a saber
en qué montes
entregó -si tuvo- el alma,
como que siendo tan brujo,
no
sería cosa extraña.
Se habrá echado a bien morir
en unas blanduras
pampas,
él, que tenía el cuero duro,
hecho a jarillas y zarzas.
Le
obedecería aún
la cabeza levantada.
Los ojos, como parados
de mirar a
la distancia.
Se le habrá representado
un entrevero de lanzas,
un
paisano barba crespa,
algunas tierras sin agua...
¡Quién sabe si se
repite
moro de tanta ventaja!
No se le supo la cría,
pero con lo dicho basta!
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