Era una tardecita de agosto;
el sol había brillado luminoso en uno de esos días claros y serenos,
propios del mes, pero, recién oculto, ya se imponía un frío denso y penetrante
que anunciaba una helada singular.
Habían estado de penca y los parejeros, el vencedor y el
vencido, ya se retiraban “cabresteando”,
de paso lento y largo, cumplido el último esfuerzo que había definido la
carrera y todos los comentarios de semanas atrás. En la ramada de la
pulpería, rodeando un gran fogón, una
rueda de acurrucados algunos emponchados, fumaban, tomaban algún trago y
barajaban diversos temas, en una prosa que dejaba presentir que era solamente
por llenar el tiempo, a la espera que se produjese un acontecimiento previsto o
presentido por todos.
Y era así. En la rueda, frente a frente y fogón por medio,
estaban Don Brígido López y Don Severo González: dos “toros” en los
“sucedidos”. La topada tenía que
producirse; era solamente cuestión de tiempo. Mientras tantos la prosa
divagaba, a la búsqueda, disimulada por sus participantes, de que uno de los
colosos hiciera pie. Se sabía que ninguno de los dos entraría en la
conversación a pedido expreso; ello sería ponerse a la altura de vulgares
embusteros que buscan divertir una reunión;
es decir, una condición indigna de dos personas como ellos, merecedoras de un respeto especial por
veraces y por la “edad”.
De repente:
-¿ No me hace lado, don Severo?- dijo uno-. Estoy sin poncho
y aquí medio lejos del fogón se está poniendo bravo el frío.
- Como no, amigo, arrímese nomás. Lo que pasa es que agosto
está por ofertarnos una helada de esas macanudas.
-Como la de los otros días- respondió alguien-. Para mí es la mas grande que he visto en mi
vida. ¡Qué helada bárbara!
Don Severo estaba haciendo un cigarro. Terminó de armarlo,
encendió con un tizoncito, tiró una ahumada grande y dijo:
-Lo que pasa es que Usted es muy joven; ha vivido y visto
pocote. ¡Las heladas de ahora, no andan ni cerca de las de antes!
Hubo un silencio pleno de expectativa; aquellas palabras
significaban que don Severo se había decidido. Debía tener buenas cartas,
porque largarse el primero, expuesto al contragolpe de don Brígido era una
temeridad.
Se rascó la cara, entre la barba, con el índice y dijo:
-Hace unos cuantos años. Yo era mozo entonces y andaba
tropeando; en el mes de agosto y justamente;
íbamos con ganado para adentro. En aquellos tiempos no era como ahora;
que hay pastoreo con alambrado y aguadas por todos lados; entonces, en la
noche, había que rondar la tropa. A mi me tocó el cuarto de ronda con un
hermano mío que era muy pitador y tenía la costumbre de escupir a cada rato.
Ustedes querrán creer que, apenas subió a caballo, tiró el pucho, fue a escupir
y se le heló la saliva en la boca. ¡Le quedó pegada, como si fuera un cachimbo
de vidrio!
-¡Qué lo peló! –afirmó uno y hubo un murmullo general,
admirado y festejando, pero ya a la espera de la respuesta de don Brígido al
reto implícito que significaba el cuento de don Severo.
Rápidamente se creó, entonces, un silencio que fue muy
breve.
-Es razón lo que dijo don Severo- afirmó gravemente don
Brígido-. ¡En los tiempos de antes las heladas eran todas curuyeras! ¡Y,
justamente, yo también andaba con tropa cuando vi la helada más grande de mi
vida! ¡El campo había amanecido blanqueando como una sábana...pero gruesa! ¡Un
jeme lo menos! Me acuerdo que a mi me había tocado hacer el asado para antes de
la marcha; teníamos una paletita y un costillar de capón y yo, campeando cerca
del fogón, hallé un palo, derechito y puntiagudo, justo como para asador.
Ensarté el asado, clavé el asador, le arrimé unas brasitas y me di vuelta a
tirarle la yerba al mate. Cuando el capataz, que venía para el fogón, me pegó
el grito:
-¡Cuidado Brígido, que se te dispara el asado!
-¡Me doy vuelta y era verdad! Tuve que correr para alcanzarlo, porque
disparaba corcoveando entre unas maciegas.
Don Brígido calló brevemente, aguardó que se agrandara el
interrogante que abarcó a todos,
despejándola luego con su acento manso habitual:
-Era que el palo, derechito y puntiagudo, que había elegido
para asador, era una bruta crucera entumida de frío. Cuando sintió el calorcito de las brasas,
revivió de golpe y salió disparando rumbo a la cueva.
Lamina MOLINA CAMPOS
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ResponderEliminarhola
EliminarHOLA
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ResponderEliminarMartina te estoy vigilando
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ResponderEliminarjajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajaajajajajajajaajajajajajajaajajajajajajajzjzzzjjzjzjzjsjzjsswajjajzjajajajajajajajajjajjajajjajajjajajajajajajaaajaj
ResponderEliminarj
Eliminarque pasa aqui
ResponderEliminarholaaaa a todas
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