agosto 08, 2012

Heladas eran las de antes. Jose Ma. Obaldía

Era una tardecita de agosto;  el sol había brillado luminoso en uno de esos días claros y serenos, propios del mes, pero, recién oculto, ya se imponía un frío denso y penetrante que anunciaba una helada singular.

Habían estado de penca y los parejeros, el vencedor y el vencido, ya se retiraban “cabresteando”,  de paso lento y largo, cumplido el último esfuerzo que había definido la carrera y todos los comentarios de semanas atrás. En la ramada de la pulpería,  rodeando un gran fogón, una rueda de acurrucados algunos emponchados, fumaban, tomaban algún trago y barajaban diversos temas, en una prosa que dejaba presentir que era solamente por llenar el tiempo, a la espera que se produjese un acontecimiento previsto o presentido por todos.

Y era así. En la rueda, frente a frente y fogón por medio, estaban Don Brígido López y Don Severo González: dos “toros” en los “sucedidos”.  La topada tenía que producirse; era solamente cuestión de tiempo. Mientras tantos la prosa divagaba, a la búsqueda, disimulada por sus participantes, de que uno de los colosos hiciera pie. Se sabía que ninguno de los dos entraría en la conversación a pedido expreso; ello sería ponerse a la altura de vulgares embusteros que buscan divertir una reunión;  es decir, una condición indigna de dos personas como ellos,  merecedoras de un respeto especial por veraces y por la “edad”.

De repente:

-¿ No me hace lado, don Severo?- dijo uno-. Estoy sin poncho y aquí medio lejos del fogón se está poniendo bravo el frío.

- Como no, amigo, arrímese nomás. Lo que pasa es que agosto está por ofertarnos una helada de esas macanudas.

-Como la de los otros días- respondió alguien-.  Para mí es la mas grande que he visto en mi vida. ¡Qué helada bárbara!

Don Severo estaba haciendo un cigarro. Terminó de armarlo, encendió con un tizoncito, tiró una ahumada grande y dijo:

-Lo que pasa es que Usted es muy joven; ha vivido y visto pocote. ¡Las heladas de ahora, no andan ni cerca de las de antes!

Hubo un silencio pleno de expectativa; aquellas palabras significaban que don Severo se había decidido. Debía tener buenas cartas, porque largarse el primero, expuesto al contragolpe de don Brígido era una temeridad.

Se rascó la cara, entre la barba, con el índice y dijo:

-Hace unos cuantos años. Yo era mozo entonces y andaba tropeando; en el mes de agosto y justamente;  íbamos con ganado para adentro. En aquellos tiempos no era como ahora; que hay pastoreo con alambrado y aguadas por todos lados; entonces, en la noche, había que rondar la tropa. A mi me tocó el cuarto de ronda con un hermano mío que era muy pitador y tenía la costumbre de escupir a cada rato. Ustedes querrán creer que, apenas subió a caballo, tiró el pucho, fue a escupir y se le heló la saliva en la boca. ¡Le quedó pegada, como si fuera un cachimbo de vidrio!

-¡Qué lo peló! –afirmó uno y hubo un murmullo general, admirado y festejando, pero ya a la espera de la respuesta de don Brígido al reto implícito que significaba el cuento de don Severo.

Rápidamente se creó, entonces, un silencio que fue muy breve.

-Es razón lo que dijo don Severo- afirmó gravemente don Brígido-. ¡En los tiempos de antes las heladas eran todas curuyeras! ¡Y, justamente, yo también andaba con tropa cuando vi la helada más grande de mi vida! ¡El campo había amanecido blanqueando como una sábana...pero gruesa! ¡Un jeme lo menos! Me acuerdo que a mi me había tocado hacer el asado para antes de la marcha; teníamos una paletita y un costillar de capón y yo, campeando cerca del fogón, hallé un palo, derechito y puntiagudo, justo como para asador. Ensarté el asado, clavé el asador, le arrimé unas brasitas y me di vuelta a tirarle la yerba al mate. Cuando el capataz, que venía para el fogón, me pegó el grito:

-¡Cuidado Brígido, que se te dispara el asado!

-¡Me doy vuelta y era verdad!  Tuve que correr para alcanzarlo, porque disparaba corcoveando entre unas maciegas.

Don Brígido calló brevemente, aguardó que se agrandara el interrogante que abarcó a todos,  despejándola luego con su acento manso habitual:

-Era que el palo, derechito y puntiagudo, que había elegido para asador, era una bruta crucera entumida de frío.  Cuando sintió el calorcito de las brasas, revivió de golpe y salió disparando rumbo a la cueva.


Lamina MOLINA CAMPOS

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