Entre las novedades que trajeron los conquistadores a nuestro continente
estaba el caballo.
Andaluces de pura cepa, descendientes de la brava raza berberisca, los
primeros especímenes llegaron a América el 24 de noviembre de 1493 y
desembarcaron en la Isla la Española (hoy Haití) en el segundo viaje de
Cristóbal Colón.
En febrero de 1516, dieciséis de estos animales demostraron que su presencia
sería esencial para la conquista. Hernán Cortés y sus hombres cruzaron de La
Habana a México y, a pesar de ser inferiores en número, vencieron a las huestes
del Imperio Azteca que huyeron aterradas al vislumbrar hombres unidos a sus
cabalgaduras como un solo y desconocido ser.
Pero no todos los caballos vivieron para ser homenajeados: algunos murieron
en las batallas, y los indios, luego de descuartizarlos, ofrecieron las
herraduras a los dioses.
En el Río de la Plata también hubo bajas. De los 76 caballos que llegaron en
1536 con la expedición de Pedro de Mendoza para la primera fundación de Buenos
Aires, algunos tuvieron que ser devorados por los propios españoles que morían
de hambre y el resto librados a su suerte cuando la expedición abandonaba el
asentamiento. Y fue este último grupo el que conquistó los amplios horizontes
pampeanos. Tiempo más tarde, a estos animales y su descendencia, se les sumaron
los venidos con las corrientes colonizadoras desde Asunción, Perú y Chile. En
pocos años, miles de caballos salvajes coparon las llanuras Argentinas. Manadas
que superaban los 2000 ejemplares cruzaban como un estampido la Pampa y el
temblor del suelo que provocaban sus cascos se sentía kilómetros a la redonda.
Muchas veces tropillas mansas que estaban siendo arreadas por criollos se les
unían y desaparecían para siempre en la inmensidad a pesar del esfuerzo de sus
dueños por retenerlas.
En la colina, los extranjeros acostumbrados al hecho de que en sus pagos
tener un caballo era todo un lujo veían azorados como hasta los mendigos de la
Gran Aldea andaban montados. Nuestra independencia no ubiera sido posible sin la
indispensable participación de estos valientes animales. En 1902, Juan Zorrilla
de San Martín hace esta emocionada declaración al referirse al heroico cruce de
los Treinta y Tres Orientales: “Al encontrarse los Treinta y Tres en las playas
de la agraciada con sus caballos, se abrazaron al pescuezo de los animales
besándolos como si fueran sus queridas. ¡Oh! y lo eran, señores; eran mucho más
que eso, los generosos animales tenían que ser una parte integrante de aquellos
hombres porque ellos eran los centauros e la patria, que debían dominar como
señores la extensión de nuestras sagradas colinas; porque ellos eran la libertad
americana, la libertad a caballo”.
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